«En verdad,
querida, me molestáis sin tasa y compasión; diríase, al oíros suspirar, que
padecéis más que las espigadoras sexagenarias y las viejas pordioseras que van
recogiendo mendrugos de pan a las puertas de las tabernas.
Si vuestros
suspiros expresaran siquiera remordimiento, algún honor os harían; pero no
traducen sino la saciedad del bienestar y el agobio del descanso. Y, además, no
cesáis de verteros en palabras inútiles: ¡Quiéreme! ¡Lo necesito «tanto»!
¡Consuélame por aquí, acaríciame por «allá»! Mirad: voy a intentar curaros;
quizá por dos sueldos encontremos el modo, en mitad de una fiesta y sin
alejarnos mucho.
«Contemplemos bien,
os lo ruego, esta sólida jaula de hierro tras de la cual se agita, aullando
como un condenado, sacudiendo los barrotes como un orangután exasperado por el
destierro, imitando a la perfección ya los brincos circulares del tigre, ya los
estúpidos balanceos del oso blanco, ese monstruo hirsuto cuya forma imita asaz
vagamente la vuestra.
«Ese monstruo es un
animal de aquellos a quienes se suelen llamar «¡ángel mío!», es decir, una
mujer. El monstruo aquél, el que grita a voz en cuello, con un garrote en la
mano, es su marido. Ha encadenado a su mujer legítima como a un animal, y la va
enseñando por las barriadas, los días de feria, con licencia de los
magistrados; no faltaba más.
¡Fijaos bien! Veis
con qué veracidad -¡acaso no simulada!- destroza conejos vivos y volátiles
chillones, que su cornac le arroja. «Vaya -dice éste-, no hay que comérselo
todo en un día»; y tras las prudentes palabras le arranca cruelmente la presa,
dejando un instante prendida la madeja de los desperdicios a los dientes de la
bestia feroz, quiero decir de la mujer.
¡Ea!, un palo para
calmarla; porque está flechando con ojos terribles de codicia el alimento
arrebatado. ¡Dios eterno! El garrote no es garrote de comedia. ¿Oísteis sonar
la carne, a pesar de la pelambrera postiza? Por eso ahora se le saltan los ojos
de la cabeza y aúlla muy naturalmente. En su rabia, centellea toda, como hierro
en el yunque.
¡Tales son las
costumbres conyugales de estos dos descendientes de Eva y de Adán, obras de
vuestras manos, Dios mío! Incontestablemente, desdichada es esta mujer, aunque,
en último término, quizá los goces titilantes de la gloria no lo sean
desconocidos. Desdichas más irremediables hay que no tienen compensación. Pero
en el mundo adonde la arrojaron, nunca pudo ella pensar que una mujer mereciera
otro destino.
¡Hablemos ahora vos
y yo, preciosa querida! A la vista de los infiernos que pueblan el mundo, ¿qué
he de pensar yo de vuestro lindo infierno, si vos no descansáis más que sobre
telas tan suaves como vuestra piel, y sólo coméis carnes cocidas, cuyos pedazos
se cuida de trinchar un doméstico hábil?
¿Y qué pueden
significar para mí todos esos suspirillos que os hinchan el pecho perfumado,
robusta coqueta? ¿Y todas esas afectaciones aprendidas en los libros, y esa
infatigable melancolía, hecha para inspirar a los espectadores un sentimiento
en todo distinto de la compasión? A la verdad, me entran ganas algunas veces de
enseñaros lo que es la verdadera desdicha.
Viéndoos así,
hermosa delicada mía, con los pies en el fango, vueltos vaporosamente los ojos
al cielo, como para pedirle rey, se os tomara con verosimilitud por una rana
joven invocando al ideal. Si despreciáis la viga -lo que yo soy ahora, como
sabéis-, cuidado con la grúa que ha de mascaros, tragaros y mataros a
su gusto.
Por poeta que sea, no soy tan cándido como
quisierais creer, y si harto a menudo me cansáis con vuestros primorosos lloriqueos,
he de trataros como a mujer salvaje, o arrojaros por la ventana
como botella vacía.»
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Charles Baudelaire (1821-1867), escritor francés de gran trascendencia, pieza clave en el paso a lo que hoy se denomina "poesía moderna"
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Letras de acá y de allá. Blog de Literatura.
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