Salvador Díaz Mirón No intentes convencerme de torpeza con los delirios de tu mente loca: mi razón es al par luz y firmeza, firmeza y luz como el cristal de roca. Semejante al nocturno peregrino, mi esperanza inmortal no mira el suelo; no viendo más que sombra en el camino, sólo contempla el esplendor del cielo. Vanas son las imágenes que entraña tu espíritu infantil, santuario oscuro. Tu numen, como el oro en la montaña, es virginal y, por lo mismo, impuro. A través de este vórtice que crispa, y ávido de brillar, vuelo o me arrastro, oruga enamorada de una chispa o águila seducida por un astro. Inútil es que con tenaz murmullo exageres el lance en que me enredo: yo soy altivo, y el que alienta orgullo lleva un broquel impenetrable al miedo. Fiando en el instinto que me empuja, desprecio los peligros que señalas. «El ave canta aunque la rama cruja, como que sabe lo que son sus alas». Erguido bajo el golpe en la porfía,
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