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Alguien que anda por ahí, cuento de Julio Cortázar

El escritor argentino Julio Cortázar
Julio Cortázar

Alguien que anda por ahí


A Esperanza Machado, pianista cubana.


A Jiménez lo habían desembarcado apenas caída la noche y aceptando todos los riesgos de que la caleta estuviera tan cerca del puerto. Se valieron de la lancha eléctrica, claro, capaz de resbalar silenciosa como una raya y perderse de nuevo en la distancia mientras Jiménez se quedaba un momento entre los matorrales esperando que se le habituaran los ojos, que cada sentido volviera a ajustarse al aire caliente y a los rumores de tierra adentro. Dos días atrás había sido la peste del asfalto caliente y las frituras ciudadanas, el desinfectante apenas disimulado en el lobby del Atlantic, los parches casi patéticos del bourbon con que todos ellos buscaban tapar el recuerdo del ron; ahora, aunque crispado y en guardia y apenas permitiéndose pensar, lo invadía el olor de Oriente, la sola inconfundible llamada del ave nocturna que quizás le daba la bienvenida, mejor pensarlo así como un conjuro.


Al principio a York le había parecido insensato que Jiménez desembarcara tan cerca de Santiago, era contra todos los principios; por eso mismo, y porque Jiménez conocía el terreno como nadie, York aceptó el riesgo y arregló lo de la lancha eléctrica. El problema estaba en no mancharse los zapatos, llegar al motel con la apariencia del turista provinciano que recorre su país; una vez ahí Alfonso se encargaría de instalarlo, el resto era cosa de pocas horas, la carga de plástico en el lugar convenido y el regreso a la costa donde esperarían la lancha y Alfonso; el telecomando estaba a bordo y una vez mar afuera el reverberar de la explosión y las primeras llamaradas en la fábrica los despediría con todos los honores. Por el momento había que subir hasta el motel valiéndose del viejo sendero abandonado desde que habían construido la nueva carretera más al norte, descansando un rato antes del último tramo para que nadie se diera cuenta del peso de la maleta cuando Jiménez se encontrara con Alfonso y éste la tomara con el gesto del amigo, evitando al maletero solícito y llevándose a Jiménez hasta una de las piezas bien situadas del motel. Era la parte más peligrosa del asunto, pero el único acceso posible se daba desde los jardines del motel; con suerte, con Alfonso, todo podía salir bien.


Por supuesto no había nadie en el sendero invadido por las matas y el desuso, solamente el olor de Oriente y la queja del pájaro que irritó por un momento a Jiménez como si sus nervios necesitaran un pretexto para soltarse un poco, para que él aceptara contra su voluntad que estaba ahí indefenso, sin una pistola en el bolsillo porque en eso York había sido terminante, la misión se cumplía o fracasaba pero una pistola era inútil en los dos casos y en cambio podía estropearlo todo. York tenía su idea sobre el carácter de los cubanos y Jiménez la conocía y lo puteaba desde tan adentro mientras subía por el sendero y las luces de las pocas casas y del motel se iban abriendo como ojos amarillos entre las últimas matas. Pero no valía la pena putear, todo iba according to schedule como hubiera dicho el maricón de York, y Alfonso en el jardín del motel pegando un grito y qué carajo donde dejaste el carro, chico, los dos empleados mirando y escuchando, hace un cuarto de hora que te espero, sí pero llegamos con atraso y el carro siguió con una compañera que va a la casa de la familia, me dejó ahí en la curva, vaya, tú siempre tan caballero, no me jodas, Alfonso, si es sabroso caminar por aquí, la maleta pasando de mano con una liviandad perfecta, los músculos tensos pero el gesto como de plumas, nada, vamos por tu llave y después nos echamos un trago, cómo dejaste a la Choli y a los niños, medio tristes, viejo, querían venir pero ya sabes la escuela y el trabajo, esta vez no coincidimos, mala suerte.


La ducha rápida, verificar que la puerta cerraba bien, la valija abierta sobre la otra cama y el envoltorio verde en el cajón de la cómoda entre camisas y diarios. En la barra Alfonso ya había pedido extrasecos con mucho hielo, fumaron hablando de Camagüey y de la última pelea de Stevenson, el piano llegaba como de lejos aunque la pianista estaba ahí nomás al término de la barra, tocando muy suave una habanera y después algo de Chopin, pasando a un danzón y a una vieja balada de película, algo que en los buenos tiempos había cantado Irene Dunne. Se tomaron otro ron y Alfonso dijo que por la mañana volvería para llevarlo de recorrida y mostrarle los nuevos barrios, había tanto que ver en Santiago, se trabajaba duro para cumplir los planes y sobrepasarlos, las microbrigadas eran del carajo, Almeida vendría a inaugurar dos fábricas, por ahí en una de ésas hasta caía Fidel, los compañeros estaban arrimando el hombro que daba gusto.


—Los santiagueros no se duermen —dijo el barman, y ellos se rieron aprobando, quedaba poca gente en el comedor y a Jiménez ya le habían destinado una mesa cerca de una ventana. Alfonso se despidió después de repetir lo del encuentro por la mañana; estirando largo las piernas, Jiménez empezó a estudiar la carta. Un cansancio que no era solamente del cuerpo lo obligaba a vigilarse en cada movimiento. Todo ahí era plácido y cordial y calmo y Chopin, que ahora volvía desde ese preludio que la pianista tocaba muy lento, pero Jiménez sentía la amenaza como un agazapamiento, la menor falla y esas caras sonrientes se volverían máscaras de odio. Conocía esas sensaciones y sabía cómo controlarlas; pidió un mojito para ir haciendo tiempo y se dejó aconsejar en la comida, esa noche pescado mejor que carne. El comedor estaba casi vacío, en la barra una pareja joven y más allá un hombre que parecía extranjero y que bebía sin mirar su vaso, los ojos perdidos en la pianista que repetía el tema de Irene Dunne, ahora Jiménez reconocía Hay humo en tus ojos, aquella Habana de entonces, el piano volvía a Chopin, uno de los estudios que también Jiménez había tocado cuando estudiaba piano de muchacho antes del gran pánico, un estudio lento y melancólico que le recordó la sala de la casa, la abuela muerta, y casi a contrapelo la imagen de su hermano que se había quedado a pesar de la maldición paterna, Robertico muerto como un imbécil en Girón en vez de ayudar a la reconquista de la verdadera libertad.


Casi sorprendido comió con ganas, saboreando lo que su memoria no había olvidado, admitiendo irónicamente que era lo único bueno al lado de la comida esponjosa que tragaban del otro lado. No tenía sueño y le gustaba la música, la pianista era una mujer todavía joven y hermosa, tocaba como para ella sin mirar jamás hacia la barra donde el hombre con aire de extranjero seguía el juego de sus manos y entraba en otro ron y otro cigarro. Después del café Jiménez pensó que se le iba a hacer largo esperar la hora en la pieza, y se acercó a la barra para beber otro trago. El barman tenía ganas de charlar pero lo hacía con respeto hacia la pianista, casi un murmullo como si comprendiera que el extranjero y Jiménez gustaban de esa música, ahora era uno de los valses, la simple melodía donde Chopin había puesto algo como una lluvia lenta, como talco o flores secas en un álbum. El barman no hacía caso del extranjero, tal vez hablaba mal el español o era hombre de silencio, ya el comedor se iba apagando y habría que irse a dormir pero la pianista seguía tocando una melodía cubana que Jiménez fue dejando atrás mientras encendía otro cigarro y con un buenas noches circular se iba hacia la puerta y entraba en lo que esperaba más allá, a las cuatro en punto sincronizadas en su reloj y el de la lancha.


Antes de entrar en su cuarto acostumbró sus ojos a la penumbra del jardín para estar seguro de lo que le había explicado Alfonso, la picada a unos cien metros, la bifurcación hacia la carretera nueva, cruzarla con cuidado y seguir hacia el oeste. Desde el motel solo veía la zona sombría donde empezaba la picada, pero era útil detectar las luces en el fondo y dos o tres hacia la izquierda para tener una noción de las distancias. La zona de la fábrica empezaba a setecientos metros al oeste, al lado del tercer poste de cemento encontraría el agujero por donde franquear la alambrada. En principio era raro que los centinelas estuvieran de ese lado, hacían una recorrida cada cuarto de hora pero después preferían charlar entre ellos del otro lado donde había luz y café; de todos modos ya no importaba mancharse la ropa, habría que arrastrarse entre las matas hasta el lugar que Alfonso le había descrito en detalle. La vuelta iba a ser fácil sin el envoltorio verde, sin todas esas caras que lo habían rodeado hasta ahora.


Se tendió en la cama casi enseguida y apagó la luz para fumar tranquilo; hasta dormiría un rato para aflojar el cuerpo, tenía el hábito de despertarse a tiempo. Pero antes se aseguró de que la puerta cerraba bien por dentro y que sus cosas estaban como las había dejado. Tarareó el valsecito que se le había hincado en la memoria, mezclándole el pasado y el presente, hizo un esfuerzo para dejarlo irse, cambiarlo por Hay humo en tus ojos, pero el valsecito volvía o el preludio, se fue adormeciendo sin poder quitárselos de encima, viendo todavía las manos tan blancas de la pianista, su cabeza inclinada como la atenta oyente de sí misma. El ave nocturna cantaba otra vez en alguna mata o en el palmar del norte.


Lo despertó algo que era más oscuro que la oscuridad del cuarto, más oscuro y pesado, vagamente a los pies de la cama. Había estado soñando con Phyllis y el festival de música pop, con luces y sonidos tan intensos que abrir los ojos fue como caer en un puro espacio sin barreras, un pozo lleno de nada, y a la vez su estómago le dijo que no era así, que una parte de eso era diferente, tenía otra consistencia y otra negrura. Buscó el interruptor de un manotazo; el extranjero de la barra estaba sentado al pie de la cama y lo miraba sin apuro, como si hasta ese momento hubiera estado velando su sueño.


Hacer algo, pensar algo era igualmente inconcebible. Vísceras, el puro horror, un silencio interminable y acaso instantáneo, el doble puente de los ojos. La pistola, el primer pensamiento inútil; si por lo menos la pistola. Un jadeo volviendo a hacer entrar el tiempo, rechazo de la última posibilidad de que eso fuera todavía el sueño en que Phyllis, en que la música y las luces y los tragos.


—Sí, es así —dijo el extranjero, y Jiménez sintió como en la piel el acento cargado, la prueba de que no era de allí como ya algo en la cabeza y en los hombros cuando lo había visto por primera vez en la barra.


Enderezándose de a centímetros, buscando por lo menos una igualdad de altura, desventaja total de posición, lo único posible era la sorpresa pero también en eso iba a pura pérdida, roto por adelantado; no le iban a responder los músculos, le faltaría la palanca de las piernas para el envión desesperado, y el otro lo sabía, se estaba quieto y como laxo al pie de la cama. Cuando Jiménez lo vio sacar un cigarro y malgastar la otra mano hundiéndola en el bolsillo del pantalón para buscar los fósforos, supo que perdería el tiempo si se lanzaba sobre él; había demasiado desprecio en su manera de no hacerle caso, de no estar a la defensiva. Y algo todavía peor, sus propias precauciones, la puerta cerrada con llave, el cerrojo corrido.


—¿Quién eres? —se oyó preguntar absurdamente desde eso que no podía ser el sueño ni la vigilia.


—Qué importa —dijo el extranjero.


—Pero Alfonso…


Se vio mirado por algo que tenía como un tiempo aparte, una distancia hueca. La llama del fósforo se reflejó en unas pupilas dilatadas, de color avellana. El extranjero apagó el fósforo y se miró un momento las manos.


—Pobre Alfonso —dijo—. Pobre, pobre Alfonso. No había lástima en sus palabras, solamente como una comprobación desapegada.


—¿Pero quién coño eres? —gritó Jiménez sabiendo que eso era la histeria, la pérdida del último control.


—Oh, alguien que anda por ahí —dijo el extranjero—. Siempre me acerco cuando tocan mi música, sobre todo aquí, sabes. Me gusta escucharla cuando la tocan aquí, en esos pianitos pobres. En mi tiempo era diferente, siempre tuve que escucharla lejos de mi tierra. Por eso me gusta acercarme, es como una reconciliación, una justicia.


Apretando los dientes para desde ahí dominar el temblor que lo ganaba de arriba abajo, Jiménez alcanzó a pensar que la única cordura era decidir que el hombre estaba loco. Ya no importaba cómo había entrado, cómo sabía, porque desde luego sabía pero estaba loco y ésa era la sola ventaja posible. Ganar tiempo, entonces, seguirle la corriente, preguntarle por el piano, por la música.


—Toca bien —dijo el extranjero—, pero claro, solamente lo que escuchaste, las cosas fáciles. Esta noche me hubiera gustado que tocara ese estudio que llaman revolucionario, de veras que me hubiera gustado mucho. Pero ella no puede, pobrecita, no tiene dedos para eso. Para eso hacen falta dedos así.


Las manos alzadas a la altura de los hombros, le mostró a Jiménez los dedos separados, largos y tensos. Jiménez alcanzó a verlos un segundo antes de que solamente los sintiera en la garganta.


Julio Cortázar


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