Ir al contenido principal

"El mal vidriero", Charles Baudelaire

Charles Baudelaire




Hay naturalezas puramente contemplativas, impropias totalmente para la acción, que, sin embargo, merced a un impulso misterioso y desconocido, actúan en ocasiones con rapidez de que se hubieran creído incapaces.
        El que, temeroso de que el portero le dé una noticia triste, se pasa una hora rondando su puerta sin atreverse a volver a casa; el que conserva quince días una carta sin abrirla o no se resigna hasta pasados seis meses a dar un paso necesario desde un año antes, llegan a sentirse alguna vez precipitados bruscamente a la acción por una fuerza irresistible, como la flecha de un arco. El moralista y el médico, que pretenden saberlo todo, no pueden explicarse de dónde les viene a las almas perezosas y voluptuosas tan súbita y loca energía, y cómo, incapaces de llevar a término lo más sencillo y necesario, hallan en determinado momento un valor de lujo para ejecutar los actos más absurdos y aun los más peligrosos.
        Un amigo mío, el más inofensivo soñador que haya existido jamás, prendió una vez fuego a un bosque, para ver, según decía, si el fuego se propagaba con tanta facilidad como suele afirmarse. Diez veces seguidas fracasó el experimento; pero a la undécima hubo de salir demasiado bien.
        Otro encenderá un cigarro junto a un barril de pólvora, para ver, para saber, para tentar al destino, para forzarse a una prueba de energía, para dárselas de jugador, para conocer los placeres de la ansiedad, por nada, por capricho, por falta de quehacer.
        Es una especie de energía que mana del aburrimiento y de la divagación; y aquellos en quien tan francamente se manifiesta suelen ser, como dije, las criaturas más indolentes, las más soñadoras.
        Otro, tímido hasta el punto de bajar los ojos aun ante la mirada de los hombres, hasta el punto de tener que echar mano de toda su pobre voluntad para entrar en un café o pasar por la taquilla de un teatro, en que los taquilleros le parecen investidos de una majestad de Minos, Eaco y Radamanto, echará bruscamente los brazos al cuello a un anciano que pase junto a él, y le besará con entusiasmo delante del gentío asombrado…
        ¿Por qué? ¿Por qué…, porque aquella fisonomía le fue irresistiblemente simpática? Quizá; pero es más legítimo suponer que ni él mismo sabe por qué.
        Más de una vez he sido yo víctima de ataques e impulsos semejantes, que nos autorizan a creer que unos demonios maliciosos se nos meten dentro y nos mandan hacer, sin que nos demos cuenta, sus más absurdas voluntades.
        Una mañana me levanté desapacible, triste, cansado de ocio y movido, según me parecía, a llevar a cabo algo grande, una acción de brillo. Abrí la ventana. ¡Ay de mí!
        (Observad, os lo ruego, que el espíritu de mixtificación, que en ciertas personas no es resultante de trabajo o combinación alguna, sino de inspiración fortuita, participa en mucho, aunque sólo sea por el ardor del deseo, del humor, histérico al decir de los médicos, satánico según los que piensan un poco mejor que los médicos, que nos mueve sin resistencia a multitud de acciones peligrosas e inconvenientes.)
        La primera persona que vi en la calle fue un vidriero, cuyo pregón, penetrante, discordante, subió hacia mí a través de la densa y sucia atmósfera parisiense. Imposible me sería, por lo demás, decir por qué me acometió, para con aquel pobre hombre, un odio tan súbito como despótico.
        «¡Eh, eh!» -le grité que subiese-. Entretanto reflexionaba, no sin cierta alegría, que, como el cuarto estaba en el sexto piso y la escalera era harto estrecha, el hombre haría su ascensión no sin trabajo y darían más de un tropezón las puntas de su frágil mercancía.
        Presentose al cabo: examiné curiosamente todos sus vidrios y le dije: «¿Cómo? ¿No tiene cristales de colores? ¿Cristales rosa, rojos, azules; cristales mágicos, cristales de paraíso? ¿Habrá imprudencia? ¿Y se atreve a pasear por los barrios pobres sin tener siquiera cristales que hagan ver la vida bella? Y le empujé vivamente a la escalera, donde, gruñendo, dio un traspiés.
        Me llegué al balcón y me apoderé de una maceta chica, y cuando él salió del portal dejé caer perpendicularmente mi máquina de guerra encima del borde posterior de sus ganchos, y, derribado por el choque, se le acabó de romper bajo las espaldas toda su mezquina mercancía ambulante, con el estallido de un palacio de cristal partido por el rayo.
        Y embriagado por mi locura, le grité furioso: «¡La vida bella, la vida bella!»
        Tales chanzas nerviosas no dejan de tener peligro y suelen pagarse caras. Pero ¡qué le importa la condenación eterna a quien halló en un segundo lo infinito del goce!




_______________________________________

Charles Baudelaire (1821-1867), escritor francés de gran trascendencia, pieza clave en el paso a lo que hoy se denomina "poesía moderna"
_________________________________
Letras de acá y de allá. Blog de Literatura.

Comentarios

aads

Entradas populares de este blog

Por el boulevard de los sueños rotos, de Joaquín Sabina, letra de la canción y comentario de texto

  Letra de la canción Por el boulevard de los sueños rotos, de Joaquín Sabina En el bulevar de los sueños rotos vive una dama de poncho rojo, pelo de plata y carne morena. Mestiza ardiente de lengua libre, gata valiente de piel de tigre con voz de rayo de luna llena. Por el bulevar de los sueños rotos pasan de largo los terremotos y hay un tequila por cada duda. Cuando Agustín se sienta al piano Diego Rivera, lápiz en mano, dibuja a Frida Kahlo desnuda. Se escapó de una cárcel de amor, de un delirio de alcohol, de mil noches en vela. Se dejó el corazón en Madrid ¡quien supiera reír! como llora Chavela. Por el bulevar de los sueños rotos desconsolados van los devotos De San Antonio pidiendo besos. Ponme la mano aquí Macorina, rezan tus fieles por las cantinas, Paloma Negra de los excesos. Por el bulevar de los sueños rotos moja una lágrima antiguas fotos y una canción se burla del miedo. Las amarguras no son amargas cuando las canta Chavela Vargas y las escribe un tal José Alfredo. ...

Acabas de salir de tu alcoba... Yo he entrado, Juan Ramón Jiménez

Juan Ramón Jiménez   Acabas de salir de tu alcoba... Yo he entrado... Acabas de salir de tu alcoba... Yo he entrado. está desarreglada, deshojada, marchita... sobre una silla de oro, el corsé perfumado que llevabas la tarde de la última cita... En el sofá -¡oh recuerdos!- la magia de tu enagua, tu huella en el desorden fragante de tu lecho, ¡ah, y en la palangana de plata, sobre el agua, una rosa amarilla que perfumó tu pecho! ¡Y un olor de imposible, de placer no extinguido y saciado, ese más que tiene la belleza, laberinto sin clave, sin fin y sin sentido, que nace con locura y muere con tristeza! Juan Ramón Jiménez Más poemas de Juan Ramón Jiménez | Poesía | Cuento | Inicio

"El primer capítulo", Manuel Gutiérrez Nájera

Manuel Gutiérrez Nájera Cuando a la sala entré, la luz tenías del velador tras la bombilla opaca, y hundida muellemente en la butaca con languidez artística leías. Cerraste el libro al verme, nos hablamos, con gracia seductora sonreíste, los pliegues de tu traje recogiste y los dos frente a frente nos sentamos. Era blanca la bata que hasta el cuello en sus ondas flotantes te arropaba, y blanca aquella rosa que ostentaba, en sus bucles soberbios, tu cabello. ¡Cómo de aquellos ojos la negrura y tu morena y oriental belleza contrastaban, bien, con la frescura   de tus húmedos labios de cereza! ¡Cómo aquel rizo que en ligeras ondas encrespadas, rozándolo, el ambiente, caía apartado de tus trenzas blondas sobre el mármol corintio de tu frente! A veces tu cabeza sacudiendo, los indóciles bucles recogías, y la bata, al moverse, desprendiendo, tu opalina garganta descubrías. El pie, pequeño y tímido escondido, cuando tu cuerpo mórbido ondulaba, imp...