Rubén Darío
CANTOS DE VIDA Y ESPERANZAI
A J. Enrique Rodó
Yo soy aquel que ayer no más decía
el verso azul y
la canción profana,
en cuya noche un
ruiseñor había
que era alondra
de luz por la mañana.
El dueño fui de mi jardín de sueño,
lleno de rosas y
de cisnes vagos;
el dueño de las
tórtolas, el dueño
de góndolas y
liras en los lagos;
y muy siglo diez y ocho y muy antiguo
y muy moderno;
audaz, cosmopolita;
con Hugo fuerte y
con Verlaine ambiguo,
y una sed de
ilusiones infinita.
Yo supe de dolor desde mi infancia,
mi juventud....
¿fue juventud la mía?
Sus rosas aún me
dejan su fragancia...
una fragancia de
melancolía...
Potro sin freno se lanzó mi instinto,
mi juventud montó
potro sin freno;
iba embriagada y
con puñal al cinto;
si no cayó, fue
porque Dios es bueno.
En mi jardín se vio una estatua bella;
se juzgó mármol y
era carne viva;
una alma joven
habitaba en ella,
sentimental,
sensible, sensitiva.
Y tímida ante el mundo, de manera
que encerrada en
silencio no salía,
sino cuando en la
dulce primavera
era la hora de la
melodía...
Hora de ocaso y de discreto beso;
hora crepuscular
y de retiro;
hora de madrigal
y de embeleso,
de «te adoro», y
de «¡ay!» y de suspiro.
Y entonces era la dulzaina un juego
de misteriosas
gamas cristalinas,
un renovar de
gotas del Pan griego
y un desgranar de
músicas latinas.
Con aire tal y con ardor tan vivo,
que a la estatua
nacían de repente
en el muslo viril
patas de chivo
y dos cuernos de
sátiro en la frente.
Como la Galatea gongorina
me encantó la
marquesa verleniana,
y así juntaba a
la pasión divina
una sensual
hiperestesia humana;
todo ansia, todo ardor, sensación pura
y vigor natural;
y sin falsía,
y sin comedia y
sin literatura...:
si hay un alma
sincera, esa es la mía.
La torre de marfil tentó mi anhelo;
quise encerrarme
dentro de mí mismo,
y tuve hambre de
espacio y sed de cielo
desde las sombras
de mi propio abismo.
Como la esponja que la sal satura
en el jugo del
mar, fue el dulce y tierno
corazón mío,
henchido de amargura
por el mundo, la
carne y el infierno.
Mas, por gracia de Dios, en mi conciencia
el Bien supo
elegir la mejor parte;
y si hubo áspera
hiel en mi existencia,
melificó toda
acritud el Arte.
Mi intelecto libré de pensar bajo,
bañó el agua
castalia el alma mía,
peregrinó mi
corazón y trajo
de la sagrada
selva la armonía.
¡Oh, la selva sagrada! ¡Oh, la profunda
emanación del
corazón divino
de la sagrada
selva! ¡Oh, la fecunda
fuente cuya
virtud vence al destino!
Bosque ideal que lo real complica,
allí el cuerpo
arde y vive y Psiquis vuela;
mientras abajo el
sátiro fornica,
ebria de azul
deslíe Filomela.
Perla de ensueño y música amorosa
en la cúpula en
flor del laurel verde,
Hipsipila sutil
liba en la rosa,
y la boca del
fauno el pezón muerde.
Allí va el dios en celo tras la hembra,
y la caña de Pan
se alza del lodo;
la eterna vida
sus semillas siembra,
y brota la
armonía del gran Todo.
El alma que entra allí debe ir desnuda,
temblando de
deseo y fiebre santa,
sobre cardo
heridor y espina aguda:
así sueña, así
vibra y así canta.
Vida, luz y verdad, tal triple llama
produce la
interior llama infinita.
El Arte puro como
Cristo exclama:
Ego sum lux et
veritas et vita!
Y la vida es misterio, la luz ciega
y la verdad
inaccesible asombra;
la adusta
perfección jamás se entrega,
y el secreto
ideal duerme en la sombra.
Por eso ser sincero es ser potente;
de desnuda que
está, brilla la estrella;
el agua dice el
alma de la fuente
en la voz de
cristal que fluye de ella.
Tal fue mi intento, hacer del alma pura
mía, una
estrella, una fuente sonora,
con el horror de
la literatura
y loco de
crepúsculo y de aurora.
Del crepúsculo azul que da la pauta
que los celestes
éxtasis inspira,
bruma y tono
menor —¡toda la flauta!,
y Aurora, hija
del Sol— ¡toda la lira!
Pasó una piedra que lanzó una honda;
pasó una flecha
que aguzó un violento.
La piedra de la honda
fue a la onda,
y la flecha del
odio fuese al viento.
La virtud está en ser tranquilo y fuerte;
con el fuego
interior todo se abrasa;
se triunfa del
rencor y de la muerte,
y hacia Belén...
¡la caravana pasa!
Rubén Darío
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El escritor nicaragüense Rubén Darío es considerado el padre del movimiento literario Modernismo, cuyo inicio se fecha en 1888, con la publicación del libro Azul, de este autor. El Modernismo revolucionó la lírica en lengua española.
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